Prueba mexicana contra COVID

Esta es la historia de una bióloga zapatista, de un invento revolucionario para el diagnóstico del coronavirus, y de un puñado de mujeres y jóvenes que ponen su tiempo y su trabajo porque creen que la ciencia debe servir a la sociedad, en especial a los más vulnerables. Un invento útil en tiempos de pandemia –un biosensor para detectar Covid-19 de forma barata, segura y rápida– está en vías de ser producido de manera masiva para ser comercializado.

Corriete Alterna.
Emiliano RuizParra.

Primera parte

La bióloga se llama Tatiana Fiordelisio, y trabaja en el Laboratorio Nacional de Soluciones Biomiméticas para Diagnóstico y Terapia (Lansbiodyt) de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Tuvo una inquietud: llevar a comunidades rurales un método de diagnóstico sencillo y barato para detectar diabetes, ovario poliquístico, enfermedades de la tiroides, y niveles de colesterol y triglicéridos. Desde el principio del proyecto la acompañó Mathieu Hautefuille, responsable técnico del laboratorio con dos doctorados, uno de ellos en ingeniería electrónica.

La respuesta fue inventar un biosensor: un mecanismo que detecta moléculas. Las “pesca” a través de perlas magnéticas, para luego leerlas a través de fluorescencia. El biosensor ganó el premio de Investigación Google para América Latina en 2015 por detectar niveles de glucosa e insulina con una gota de sangre, y en 2016 se le renovó el premio porque el biosensor podía hacer esa medición con una muestra de saliva. Tatiana Fiordelisio patentó el invento.

Dos enfermedades tropicales les inquietaban a Tatiana, Mathieu y a su equipo del Lansbiodyt: el diagnóstico de zika y dengue, transmitidas por mosquitos. Dieron un paso adelante: consiguieron que el biosensor reconociera el ácido ribonucléico de los virus, y pudiera distinguir entre ambos virus.

En diciembre de 2019, cuando se anunció que en China morían pacientes de una enfermedad causada por un nuevo virus, un empresario farmacéutico del laboratorio mexicano Liomont, que había seguido el proceso del biosensor, le propuso a Tatiana Fiordelisio adaptar el invento para detectar Covid-19. Parecía entonces que era un padecimiento oriental, que no afectaría gravemente a México. Pero Fiordelisio puso manos a la obra. A cinco meses, están a punto de concluir un biosensor que diagnostique coronavirus por 300 pesos, en una hora y media y sin riesgo para quienes manipulan las muestras posiblemente contaminadas con el virus.

La detección de Covid-19 se convirtió en una de las discusiones más polémicas de la pandemia. En el lejano Oriente, como Corea del Sur y Singapur, la batalla contra el nuevo coronavirus atravesó por la aplicación masiva de pruebas. Se puso en cuarentena a quienes dieron positivo, lo que permitió una atención focalizada y un regreso a la normalidad más rápido que en Occidente. En México, por ejemplo, el modelo Centinela de la Secretaría de Salud le da menos importancia a las pruebas: establece que se apliquen al 100 por ciento de pacientes graves y sólo al 10 por ciento de pacientes con síntomas leves.

El problema es que no es fácil aplicar millones de pruebas. Hay dos tipos de pruebas para Covid-19 ampliamente aceptadas: la PCR (reacción en cadena de polimerasa, por sus siglas en inglés) y la serológica. La primera es la prueba reina: detecta al virus y está avalada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y por el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (Indre), la máxima autoridad mexicana en la materia.

En el PCR –como se le conoce– se introduce un hisopo por la nariz o la boca, que llega hasta la faringe –un procedimiento un tanto invasivo y molesto– para obtener una muestra de la mucosa. La prueba es tan sensible que detecta desde 100, y a veces desde 10 copias del virus, por lo que emite un diagnóstico confiable desde las etapas más tempranas de la enfermedad. Por su parte, la prueba serológica mide la presencia de los anticuerpos que genera el organismo para defenderse, por lo tanto no precisa si el paciente está o estuvo enfermo. Es una prueba menos sensible y con mayor margen de error.

Hay diversos problemas con la prueba PCR: es cara, representa riesgos, requiere un laboratorio especializado, el resultado puede tardar días y, a estas alturas de la pandemia, es escasa. Su costo individual es de unos mil 500 pesos, aunque laboratorios privados la venden hasta en cinco mil. Representa un riesgo porque se traslada cuando el virus aún se encuentra activo y podría contagiar a quienes manejan la muestra.

En contraste, el biosensor de la Facultad de Ciencias costaría aproximadamente 300 pesos, no representa un riesgo para nadie pues desactiva al virus, no requiere un laboratorio especializado, sino el equipo común a un hospital; el resultado toma una hora y media, y podría producirse masivamente.

A LA MANERA ZAPATISTA

Tatiana Fiordelisio es una científica con perspectiva zapatista. El 27 de diciembre de 2016 participó en el primer encuentro ConCiencias por la humanidad, convocado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En el “Cideci”, como se conocía al Centro Indígena de Capacitación Integral en San Cristóbal de Las Casas, Fiordelisio sintetizó la historia de la ciencia desde una visión marxista. Citó, no a Karl Marx, sino a Karla Marx, como llaman los zapatistas al filósofo alemán; y criticó que el capital y la minoría que lo controla se ha apropiado de la ciencia para su beneficio.

Cada vez hay menos inversión para investigación. Los investigadores están inmersos en un sistema de puntitos que miden la productividad y que te dan valor según la revista en la que publicas. La ciencia, dijo Fiordelisio, se parcializa y se convierte en una maquila, en la que el investigador no tiene ni voz ni voto en el ensamblaje final. Los científicos han pasado de la proletarización a la precarización.

“Debo decir que este pensamiento –para los que hacemos ciencia y creemos que hay que cambiar al mundo y creemos en el zapatismo– sólo nos hace sentir mal, muy mal”.

A pesar de eso, para Fiordelisio, “la ciencia es valiosa por ser una herramienta para transformar el mundo, es clave para la inteligencia de este colectivo humano, su enriquecimiento, disciplina y liberación”.

Las comunidades indígenas zapatistas, la autonomía y el nuevo mundo que cada día construyen, “¿no es ciencia pura su resistencia creadora?” Y propuso una metáfora: ver a la ciencia como una balsa, un vehículo para generar certezas y posibilidades, que dé respuesta a los problemas sociales, “a la manera zapatista, para abrir ventanas, dar opciones”.

“Debemos intentar construir espacios cotidianos donde la ciencia se ejerza de manera zapatista, donde enseñemos a nuestros alumnos, a nuestros compañeros de trabajo que en el día a día de nuestro quehacer podemos y debemos construir horizontal y colectivamente, debemos recuperar nuestra esencia para ser una balsa”.

EL TEQUIO

La respuesta fue alentadora: todos dijeron que sí. Veintiséis científicos de distintas disciplinas y experiencias, desde estudiantes de licenciatura hasta de postdoctorado, aceptaron sumarse sin paga al desarrollo del biosensor para detectar SARS-CoV-2 (el virus causante del Covid-19). Se organizaron por turnos para trabajar en el Lansbiodyt de las 6:30 de la mañana a las 3 de la madrugada –de luna a luna, como dicen– con la ilusión de poner su parte en el combate a la pandemia. Su trabajo se sostuvo de la solidaridad: profesoras de la Facultad de Ciencias –casi siempre mujeres– consiguieron materiales de otros laboratorios: pipetas, tubos, placas, equipo. Los papás de los investigadores se organizaron para llevarles de comer, e hicieron colectas para juntar dinero.

El biosensor del Lansbiodyt es capaz de diagnosticar la enfermedad cuando hay más de 100 mil copias del virus en el cuerpo contagiado. Esa es su debilidad estructural frente a la prueba PCR, capaz de detectar desde 100 copias del virus.

Sin embargo, explica Fiordelisio, según investigaciones recientes, al tercer o cuarto día del contagio ya hay unas 100 mil copias del virus en el cuerpo. Aunque hay algunos estudios que dicen que esa cantidad se alcanza desde las primeras 24 horas. Esto “en realidad posiciona al sensor en una etapa muy sensible. Dadas las características del virus, no pareciera que fuera a ser una gran debilidad porque aparentemente [el nuevo coronavirus] se replica muy rápido”.

Fiordelisio y Hautefeuille conversaron con Corriente Alterna el viernes 24 de abril y el jueves 14 de mayo. El martes 5 de mayo entregaron al Instituto Nacional de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (Indre) cinco muestras que tuvieron resultados óptimos, Fiordelisio aclara que el Indre no les ha dado ningún document oficial pero que saben que las pruebas estuvieron bien porque coinciden con los resultados de PCR. El Indre les mandó 50 pruebas más el viernes 8 y el viernes 15 de mayo el equipo de Fiordelisio quedó de mandarles los resultados. Esperan la luz verde que les conceda la validación próximamente.

Por ser barato y sencillo, el biosensor podría dar un paso adelante: convertirse en un “Point of Care (PoC)”, un dispositivo portátil para diagnosticar enfermedades –entre ellas Covid-19– de la misma manera que lo hacen las pruebas de embarazo caseras.

EL VALLE DE LA MUERTE

Fiordelisio y Hautefeuille cuentan cómo han topado con pared.

Por la misoginia.

Por la falta de financiamiento.

Y por el llamado Valle de la Muerte.

Les ha tocado estar en reuniones presentando su tecnología y les dicen: “Ah, el invento de Mathieu”, como si Fiordelisio fuera una secretaria o solamente la encargada de leer las láminas de power point.

“Es una realidad, todo el mundo dice ‘es el invento de Mat’ cuando el invento es de Tatiana, el leadership es de Tatiana. Todo lo que se está haciendo es de Tatiana”, dice Hautefeuille.

Fiordelisio acota: “Es del equipo, es de los dos, pero dicen: ‘el proyecto de Mat’”.

Al empezar a experimentar con el biosensor para diagnosticar Covid-19, calcularon que requerían 10 millones de pesos para terminar el proyecto. Ahí incluían salarios, equipo y un robot pipeteador: un aparato que pone cantidades tan pequeñas como un microlitro en una pipeta. Sin el robot hay que hacerlo manualmente, lo cual presenta un margen de error. Ese robot cuesta cinco millones 300 mil pesos. Obtener el financiamiento fue todo un reto, finalmente Conacyt dio el dinero y el robot estará pronto en el laboratorio. Tocaron las puertas de varias instituciones: SECTEI, Conacyt y la Fundación Kaluz de la UNAM. Han obtenido recursos significativos para un proyecto que estuvo cinco años sin el financiamiento merecido. Hay quienes les brindaron ayuda desde el inicio, como Liomont, un laboratorio mexicano.

A partir de la pandemia, Fiordelisio y su equipo apelaron a la solidaridad: hicieron una colecta a través de Fundación UNAM y hasta hubo quien vendió botellas de mezcal a beneficio de la investigación.

Fiordelisio nos habla del Valle de la Muerte: un término de la jerga científica para contar cómo los inventos mexicanos se atascan en la fase experimental y, aunque funcionen, es imposible comercializarlos masivamente. El desarrollo científico de un invento se clasifica según su Technology Readiness Levels (TRL) que va del número 1, la concepción de la idea, hasta el 9, probar el invento en un entorno real. El biosensor está en el TRL 5-6 (validación en un entorno controlado). Pasar del nivel 5 o 6 al 7 requiere una gran inversión y esa transición es el llamado Valle de la Muerte.

Fiordelisio: “En este valle de la muerte, ¿cuál es el problema? Que tú tienes que pasar del ‘funcionó en mi laboratorio’ a ‘¿funciona para muchos? ¿Funciona en hospitales? ¿Funciona con muestras reales?’ Te piden que tus equipos estén certificados con tres tipos de certificaciones, que tus procesos estén certificados. A nosotros para dispositivos médicos nos piden que el área sea especial, que esté cerrado, con determinado flujo del personal, que no haya ventanas, que no haya un baño.

“Te piden que cumplas una normatividad que le garantiza al usuario que el laboratorio y la forma en que tú hiciste esa prueba diagnóstica estuvo bien. Y tienen toda la razón en hacerlo porque finalmente, si yo voy a la farmacia y compro una prueba de embarazo, digo, ‘esto está certificado, estuvo bien hecho’ ”

Y eso requiere inversiones millonarias.

“Aún falta que Cofepris lo considere” dice Fiordelisio, “ahorita estamos en la validación pero no podremos estar realmente en TRL 6-7 si no producimos con esas condiciones” Están esperando ver si se puede acondicionar el laboratorio de la Facultad de Ciencias o si pueden trabajar en el de alguna farmacéutica. Tatiana se muestra optimista, el camino ya recorrido hace que se pueda vislumbrar la meta.

Para Fiordelisio la ciencia debe ser una herramienta para la independencia nacional: que México produzca sus pruebas y no dependa de si una gran empresa farmacéutica le vende o no sus insumos. Por eso rechazó venderle el biosensor a una multinacional cuando tuvo la oportunidad.

Con el IMSS ya se comenzó a trabajar en un protocolo para hacerle la prueba a todos sus médicos y personal de salud con el biosensor y su propio equipo.

“Si lo logramos pues ya estaremos contentos porque quiere decir que nuestro aporte como científicos es empleado en la vida de todos los mexicanos, y ese es nuestro compromiso. No sólo cuando formamos a los alumnos sino en nuestro actuar diario. La ciencia tiene que responder al desarrollo y las necesidades que tiene su país”.

Segunda Parte

PRUEBA MEXICANA PARA COVID-19 CHOCA CONTRA BUROCRACIA Y FALTA DE RECURSOS

Esta es la segunda parte de la historia de Tatiana Fiordelisio , la bióloga que inventó una prueba rápida y barata para detectar si una persona está contagiada de covid-19.

Ese invento —conocido como “biosensor”— tiene ventajas sobre la prueba de PCR: da resultados en 45 minutos, no necesita un laboratorio y cuesta alrededor de 160 pesos. Por ahora requiere, todavía, de un lector de placas de Elisa. Pero la idea es que, pronto, pueda convertirse en un point of care: un dispositivo portátil que compras en la farmacia, te haces la prueba en tu casa y en unos minutos tienes tu diagnóstico.

Una prueba rápida de este tipo podría significar un giro en la estrategia de contención de la pandemia de SARS-COV-2. Antes de salir de casa verificas que no tienes covid-19 y sales a la calle sin convertirte en contagiador. Este escenario ya lo previó este reportaje de The Financial Times.

El biosensor, sin embargo, se ha estrellado contra un doble muro: la falta de apoyo al desarrollo científico en México y una regulación sanitaria que solo se puede cumplir si tienes una gran inversión detrás o si perteneces a la gran industria.

* * *

Tatiana Fiordelisio llevaba años experimentando con el biosensor. Quería inventar un dispositivo barato para diagnóstico médico: un método que midiera la glucosa a los diabéticos y los niveles hormonales a personas con hipotiroidismo. Era una idea con vocación social: que allá, lejos, en las comunidades marginadas, sin clínicas, las personas tuvieran un diagnóstico confiable y barato con un mínimo de infraestructura.

Fiordelisio ha dicho que la investigación debe ser como una balsa, un vehículo para generar certezas y posibilidades. “Debemos intentar construir espacios cotidianos donde la ciencia se ejerza de manera zapatista, donde enseñemos a nuestros alumnos, a nuestros compañeros de trabajo, que en el día a día de nuestro quehacer podemos y debemos construir horizontal y colectivamente, debemos recuperar nuestra esencia para ser una balsa”, como publicó Corriente Alterna en mayo de 2020.

En 2019 Fiordelisio amplió el alcance de su invento: los brotes de zika, dengue y chikunguña la llevaron a experimentar su biosensor con los virus que provocaban estas enfermedades, transmitidas por la picadura del mosquito Aedes Egypti. Hasta entonces no había probado su invento con virus, pero lo logró: el biosensor también era sensible para detectar enfermedades virales. Unos meses después llegaron noticias de China: un nuevo coronavirus provocaba una infección respiratoria aguda. Fiordelisio puso manos a la obra para que su invento pudiera detectar SARS-COV-2.

* * *

El biosensor funciona así: se toma una muestra nasofaríngea del paciente con un hisopo. Esa muestra se coloca en un líquido que inactiva el virus: rompe su membrana y expone su material genético. La muestra se vuelve inofensiva y es posible manipularla sin exponerse a un contagio. El líquido está funcionalizado para reconocer el RNA del virus.

Luego viene el segundo proceso: unas perlas magnéticas pescan ese material genético, reaccionan con fluorescencia, y detectan la presencia o ausencia del virus. Por ahora, la lectura se puede hacer en un microscopio o, bien, en una placa de Elisa. Ésta última opción es la más conveniente porque se pueden leer 96 muestras en una sola placa.

El proceso completo se lleva unos 45 minutos. El equipo de Fiordelisio trabaja, ahora, en un prototipo para que pueda desarrollarse en un dispositivo portátil que se compre en una farmacia, como una prueba de embarazo, y se pueda hacer en casa. Actualmente, el equipo de Fiordelisio ha logrado que esa misma tecnología se emplee para medir los anticuerpos contra SARS-COV-2 que una persona desarrolla después de recibir la vacunación o de haber transitado por la enfermedad.

* * *

Hace más de un año, el 23 de mayo de 2020, Corriente Alterna publicó la historia de Tatiana y el biosensor. En ese entonces, su invento ya había demostrado sensibilidad para detectar covid-19. Pero Fiordelisio estaba detenida. Trabajaba con los recursos del Laboratorio Nacional de Soluciones Biomiméticas para Diagnóstico y Terapia (LaNSBioDyT) de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Para el siguiente paso necesitaba comprar un “robot pipeteador”: un aparato que pone cantidades tan pequeñas como un microlitro en una pipeta. Costaba cinco millones de pesos.

El equipo —o, mejor dicho, la equipa, porque la integran en su mayoría mujeres— de Fiordelisio se sostenía con voluntariado y tequio: cerca de una treintena de personas entre las que había estudiantes desde licenciatura hasta posdoctorado, regalaban su trabajo “de luna a luna”: en turnos de 6 de la mañana a 3 de la madrugada. Sus madres les preparaban comida y hasta vendían un mezcal para recaudar fondos.

Después de esa entrevista, y de otras que ofrecieron Fiordelisio y Mathieu Hautefeuille —coordinador del proyecto al lado de Tatiana— brotó la solidaridad. Diversas fundaciones aportaron dinero: Casa Córdoba, Sertull, Fundación Kaluz, Fundación Roberto Hernández. La Fundación UNAM abrió una cuenta para recibir donativos. En ella, la gente depositó desde 50 pesos hasta cientos de miles. El equipo recaudó casi 20 millones de pesos: compraron el robot, las investigadoras recibieron una beca y se prepararon para los siguientes pasos.

* * *

Fiordelisio ya tenía el biosensor, el robot pipeteador y recursos para becar a su equipo. Pero necesitaba que el biosensor tuviera una validación oficial: las autoridades sanitarias debían aprobarlo. Decir: sí, es confiable, seguro y se puede producir en masa para llevarlo a las clínicas del país o bien para sacarlo al mercado.

Tatiana y su equipo tenían una certeza: no querían entregarle su invento a una gran empresa trasnacional. Para la investigadora, la ciencia debe ser una herramienta para la independencia: que México produzca sus pruebas y no dependa de si una gran empresa extranjera le vende o no sus insumos. Por eso rechaza la idea de venderle el biosensor a una multinacional.

La bióloga universitaria descubrió que el paso siguiente consistía en una validación del Instituto Nacional de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE). Se acercó al Instituto y firmaron un proyecto de colaboración: el InDRE entregó muestras de personas con sospecha de covid-19 y Fiordelisio las analizó con su tecnología.

Había ánimo de colaboración y camaradería en el personal científico del Instituto. Gracias a ello, se modificó ligeramente uno de los procesos del biosensor –cambió el líquido que reconoce el ARN del virus—, con lo que se afinó la sensibilidad del método.

Hay un día feliz en esta historia: el 20 de agosto de 2020. Tatiana Fiordelisio recibió el oficio número 09743 del Instituto Nacional de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE). El documento decía que el biosensor tenía una sensibilidad de 100%. En otras palabras, que sus resultados para detectar positivos de covid-19 eran tan buenos como los de una prueba PCR.

¡Eureka!

Lo había logrado. Habían pasado, apenas, seis meses desde que la pandemia había llegado a México y Fiordelisio había probado que su tecnología era tan eficiente como otras, pero a un costo mucho menor.

Un invento hecho en México. Un invento hecho en la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Pero, entonces, llegó la advertencia:

—A partir de ahora es una relación diferente —le dijo uno de los funcionarios del Instituto.

Una vez concluida la etapa de colaboración, al InDRE le tocaba asumir su papel regulatorio. Le dieron un tríptico con los requisitos. Y, otra vez, topó con pared.

Porque los requisitos están pensados para la gran industria. Más claramente, para un modelo maquilador. Diseñados para una empresa capaz de invertir millones de dólares en prototipos y trámites regulatorios; o para empresas que importan tecnología extranjera y la maquilan en el país, pero no para la innovación nacional desarrollada con los recursos de una universidad pública.

Le pedían, por ejemplo, el número de lote. Eso significa una producción en masa. ¿Y cómo iba a producir en masa si apenas había probado un prototipo? Otros requisitos también denotaban desafíos que ella ni se había planteado, algunas muy simples: una fotografía del kit para su presentación comercial. Eso implicaba contratar, al menos, un diseñador industrial y un fotógrafo, profesionales que trabajan de manera rutinaria en una empresa.

Fiordelisio no se arredró. Le puso nombre comercial a su biosensor (MyRNA Fastest), armó el kit, le tomó foto. Pidió que le exentaran el número de lote. Lo importante era cumplir con la trazabilidad de las pruebas. Le dijeron que sí, que la llamarían para darle una cita.

Y luego vino el espeso silencio. Pasaron meses sin noticias del InDRE hasta que la convocaron durante las vacaciones de diciembre: que acudiera con su biosensor para someterlo a otro examen. Lo mismo: contrastar sus resultados con los de un PCR ahí, en una prueba presencial.

Sí, claro, respondió Fiordelisio, tengo todo listo.

Pero hay un detalle, informaron los del InDRE: “No tenemos un lector de placas de Elisa para hacer la lectura de las pruebas del biosensor”.

—Pero tienen en otro piso del Instituto —respondió la bióloga.

—Es que el lector tiene que estar en ese piso porque así lo dice la normativa. Ustedes traigan el equipo, ustedes traigan el lector.

—Oiga, pero yo no puedo llevarme el lector de Elisa del laboratorio. No puedo meterlo a mi coche y llevármelo porque se descalibra, se desajusta y pierde la certificación (en el LaNSBioDyT hay un lector de placas de Elisa, pero moverlo de lugar pone en riesgo de que el laboratorio pierda su certificación ISO-9001).

—Pues háganle como quieran —zanjaron los del InDRE.

El lector de placas de Elisa del LaNSBioDyT es muy sofisticado y cuesta varios millones de pesos. En efecto, afirma Fiordelisio, existen lectores más baratos, de 500 mil pesos; ella podría comprar uno y llevarlo al InDRE. Pero la bióloga no está segura de que sea buena idea gastar esos recursos en una máquina que se usará en una sola ocasión. Le propuso al InDRE hacer la validación en el LaNSBioDyT, pero la norma dice que debe ser en las instalaciones del Instituto.

* * *

Fiordelisio se percató de que ese obstáculo sería el primero de una larga serie. Podría gastar los 500 mil pesos para el lector de pruebas Elisa, pero salvar ese requisito sólo la llevaría al siguiente atolladero. La inventora tenía que reinventarse: la vida entre matraces, microscopios y colegas ya no era suficiente. Tuvo que convertirse en empresaria y gestora, en experta no sólo en biología sino en recaudación de fondos y regulación administrativa.

Con su equipo, la bióloga estudió la regulación sanitaria. Faltaban algunos pasos importantes: reunir, al menos, 1,400 muestras analizadas por el biosensor. Hicieron 600 pruebas en la clínica 198 del IMSS (Coacalco, Estado de México) y otras mil en el Hospital Zambrano (Monterrey, Nuevo León) del Sistema de Salud del Tecnológico de Monterrey.

Y, entonces, se decidió a probar ella misma su biosensor a escala masiva. Abrió al público un servicio de pruebas de Covid-19 con una cuota de recuperación de 700 pesos y 500 para la comunidad de la UNAM. Por las mañanas, los lunes, miércoles y viernes toman muestras en el estacionamiento de la Facultad de Ciencias de la UNAM y hacen un doble análisis: de PCR (con el apoyo de la Facultad de Química) y con el biosensor. Por la noche, a los usuarios les entregan sus resultados de PCR vía correo electrónico. Además, hizo convenio con cinco empresas mexicanas: todos los lunes le hace pruebas a su personal.

A fines de agosto de 2021 el equipo de Fiordelisio había acumulado más de 15 mil muestras analizadas que le permitían contrastar el biosensor con el PCR. Sus resultados: 91% de sensibilidad y 91% de especificidad (o sea, que el biosensor atina en nueve de cada diez casos positivos y negativos).

Pero acumular pruebas era sólo un paso. Si pasaba la verificación del InDRE, después tendría que pasar la de Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris). Y la Cofepris le pondría la misma obligación: entregar un biosensor hecho en un ambiente de preproducción. Ese ambiente de preproducción debe cumplir con la Norma Oficial Mexicana (NOM) 241 “Buenas prácticas de fabricación para establecimientos dedicados a la fabricación de dispositivos médicos” (sic).

La NOM 241 es un documento de 18 mil palabras que regula cómo deben ser los espacios, las paredes y hasta las rutinas de un taller dedicado a fabricar dispositivos médicos; condiciones que no podría cumplir el LaNSBioDyT: ni es su función ni tiene la capacidad de mutar en una fábrica de biosensores.

El equipo de Fiordelisio hizo cuentas.

—Montar un cuartito que cumpla con la NOM-241 cuesta 30 millones de pesos —me dice Fiordelisio—. Hay que entender que se debe cumplir la normatividad. Yo he puesto como ejemplo: no quiero ir a la farmacia, comprar un paracetamol, dárselo a mi hija de seis años y pensar: “estos que hicieron el paracetamol ¿habrán pasado todo el proceso de calidad?”

—El problema no es la norma sino tus capacidades para cumplirla.

—Exactamente.

Siguieron sacando cuentas: a los 30 millones que costaba construir el cuartito con las normas de la NOM-241 había que añadirle 30 millones para equiparlo. Sesenta millones de pesos y, eso, sin contar insumos ni salarios. Una cifra astronómica para un equipo de académicos.

Había que salir a tocar puertas. En total, el equipo del biosensor ha recurrido a unas 30 instituciones: desde la Canifarma y la Coparmex hasta los laboratorios Chopo y Polanco, en busca de alianzas e inversiones.

El invento siempre despierta simpatías. En la mayoría de las puertas Fiordelisio recibe buena voluntad, elogios y consejos, pero casi nunca recursos financieros o materiales. Algunas fundaciones y empresas sí han aportado recursos: la farmacéutica Liomont y las fundaciones Kaluz, Roberto Hernández, Sertull, Casa Córdoba y FunSalud. Diversos académicos e instancias de la UNAM también han aportado apoyo valioso, como la Facultad de Química y el Instituto de Biotecnología.

Fiordelisio le propuso a la UNAM montar ese cuartito de 30 millones de pesos: un espacio de preproducción para “artículos médicos clase II” que se desarrollaran en la UNAM, no sólo para el biosensor. Hasta el momento, no se ha logrado.

—Ese espacio es para que hagas prototipos clínicos: una preproducción de mil biosensores para probarlos en un hospital. Es lo que se llama fase clínica 1. Los prueban y te dicen “sí funcionó” o te dicen “no, cuando lo abrimos se botó todo y se rompió”. No puedes llevar nada al mercado si no pasas por esas fases. Es una traba, porque ninguna empresa quiere meterle a esa fase; ellos [los empresarios] quieren que se los des ya que funciona.

* * *

A fines de abril de 2021 le envié a Fiordelisio el vínculo al podcast de Corriente Alterna “Una montaña en altamar”, sobre el viaje del Escuadrón 421 del EZLN a Europa. El 3 de mayo me respondió con una fotografía: es La Montaña —así se llamó el barco zapatista— zarpando de Isla Mujeres, Quintana Roo, hacia el puerto de Vigo, en España. Ella no capturó la imagen. Sé que le hubiera gustado tomarla, estar en la playa, despedir a los compas —como se refieren a los zapatistas— pero no está ahí. Fiordelisio corre de una reunión virtual a otra, va al LaNSBioDyT, y es madre de tres hijxs.

La bióloga de perspectiva zapatista ahora milita para el biosensor: como un invento para la sociedad, y en especial para las comunidades donde no hay laboratorios o donde sus precios son prohibitivos. Su siguiente paso: construir una empresa —le ha llamado Biowit— para reunir inversiones y construir y equipar “el cuartito” de 60 millones de pesos que necesita para pasar las siguientes fases regulatorias. Una empresa concebida como un spin-off de la UNAM, en donde no sólo su invento sino el de otros investigadores de la universidad —como estos respiradores artificiales que desarrolló Gustavo Medina Tanco— encuentren el entorno de preproducción exigido por la normativa; para que estos inventos con vocación social beneficien a personas concretas y no se queden en ideas para escribir un paper o como promesas que nacen y mueren en laboratorios.

Con información de Corriente alterna.

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